El sistema carcelario mundial está en crisis. Estados Unidos encabeza la lista con la población penitenciaria más alta del planeta y una tasa de reincidencia superior al 55%. En Italia, la cifra es aún peor: casi siete de cada diez presos vuelven a delinquir. En cambio, Noruega, donde las prisiones se parecen más a centros de reinserción que a fortalezas, registra solo un 20% de reincidencia. El contraste revela una verdad incómoda: castigar más no reduce el crimen.
Un estudio de la Universidad de California en San Diego demostró que las personas solo aceptan la autoridad de un sistema punitivo si creen que este actúa con justicia. Cuando el castigo responde a intereses económicos —como en Estados Unidos, donde las multas y las cárceles privadas generan ganancias—, la legitimidad desaparece y el sistema se autodestruye. “Cuando las motivaciones del castigo parecen egoístas, pierde poder para cambiar conductas”, explican los autores.
El modelo noruego muestra una alternativa posible: cárceles pequeñas, abiertas, con educación, trabajo y contacto con el exterior. Los internos aprenden oficios y mantienen redes sociales que facilitan su reinserción. En Italia, algunas cooperativas ya están replicando ese enfoque con proyectos como Banda Biscotti o L’Arcolaio, que ofrecen trabajo digno y capacitación dentro de las prisiones.
Las cárceles del futuro, plantea el informe, deberán ser espacios de recuperación y no de venganza. La tecnología, incluida la inteligencia artificial, podrá ayudar a monitorear la salud mental y prevenir conflictos, pero siempre bajo control humano y con ética.
El desafío no es construir más celdas, sino redefinir la idea misma de castigo. Porque un sistema que encierra sin reeducar no protege a la sociedad: la condena a repetir el mismo crimen una y otra vez.
Encuentra toda la información en el artículo de Gianluca Riccio para Futuro Prossimo.