Una escuela francesa jubiló a Alice Charton, de 87 años, mucho antes de que ella quisiera. La degeneración macular le robó la visión central hasta impedirle leer y reconocer rostros. Tres años después, volvió a leer una hora al día gracias a Prima, un chip de 2 por 2 milímetros con 400 electrodos que se implanta en la retina. Unas gafas con cámara captan la escena y envían señales infrarrojas al chip, que las conduce al nervio óptico. En un ensayo con 38 pacientes publicado en The New England Journal of Medicine, casi 80 por ciento mejoró 20 letras en la cartilla y 84 por ciento pudo leer en casa. El equipo de Science Corp, dirigido por Max Hodak, proyecta una versión con 10.000 píxeles y resolución cercana a 20/80, con zoom que podría alcanzar 20/20.
La frontera no está solo en los ojos. La misma empresa prueba implantes para que personas con parálisis manejen celulares, sillas de ruedas o hablen mediante voz sintetizada. Su apuesta más audaz es un chip biohíbrido sembrado con células madre que crezcan dentro del cerebro. El plan incluye un “interruptor” farmacológico para detener ese crecimiento si aparecen riesgos.
El campo crece con otras firmas. Neuralink permite mover un cursor con el pensamiento. Echo Technologies convirtió señales cerebrales en voz y en un avatar facial. Blackrock Neurotech acumula decenas de implantes y Synchron evita abrir el cráneo al colocar su chip desde arterias o venas. Persisten problemas prácticos como infecciones, cables externos y la necesidad de hardware inalámbrico más pequeño.
El precio probable del implante retinal será de 100.000 a 200.000 dólares y la regulación exige estudios largos. Entre avances y temores culturales, la idea central se impone: los chips médicos empiezan a devolver funciones perdidas y plantean una pregunta ética urgente. Qué parte de nosotros estamos dispuestos a compartir con la máquina para recuperar libertad.
Más información en el artículo de Jeffrey Kluger para Time.