Imagina que ves a un político admitir corrupción en video, con voz, gestos y escenario perfectos. Miles lo comparten indignados. Pero nada es real. Así funcionan los deepfakes, videos creados con inteligencia artificial que borran la frontera entre verdad y mentira. En 2025, su poder ha pasado del entretenimiento al sabotaje político y mediático.
Según Kaspersky y Brookings, la combinación de IA generativa, acceso a datos públicos y plataformas virales convirtió a los deepfakes en un arma de manipulación masiva. Herramientas abiertas permiten a cualquiera fabricar confesiones falsas o discursos inventados con precisión cinematográfica. Ya no hace falta un hacker: basta un celular y un buen algoritmo.
Los ejemplos sobran. En Canadá, un video adulterado del primer ministro Mark Carney bajó el voto en zonas clave. En Moldavia, clips falsos ridiculizaron a la presidenta Maia Sandu. En Ucrania, un montaje de Zelensky “rindiéndose” a Rusia se viralizó antes de ser desmentido por la OTAN. En Estados Unidos, anuncios políticos con voces clonadas y robocalls con imitaciones de Joe Biden alteraron primarias y desataron investigaciones.
El problema no es solo lo que se falsifica, sino la erosión del propio concepto de evidencia. Un estudio de Pew mostró que 6 de cada 10 estadounidenses ya no confían en los videos que ven en redes. La verdad se volvió negociable, moldeada por quien tenga más clics o mejor IA.
Los gobiernos reaccionan tarde: leyes como el TAKE IT DOWN Act o la regulación europea de medios sintéticos apenas comienzan a marcar límites. Pero mientras se diseñan sellos de autenticidad y detectores automáticos, el daño ya está hecho.
Los deepfakes son el espejo más inquietante de nuestra era: muestran lo que queremos creer, no lo que es. En la política digital, la mentira ya tiene rostro propio.
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